lunes, 20 de abril de 2015

ANHELO

El anhelo, como su propia palabra indica, es una mezcla de suspiro y ensoñación.
Se mece entre el quizás sí y el quizás no y la duda canta una dulce nana que nos acaba durmiendo casi siempre.
Sin embargo, un día te paras a escuchar y decides que ya no tiene ningún sentido seguir cerrando los ojos, que por más que te apetezca desaparecer en el oscuro mundo de la noche, no te da más placer que el obtenido durante esos minutos... y luego, luego, vuelve el presente, el día a día y la costumbre.
Y, entonces, vuelve a surgir el anhelo, que con un mínimo empuje se va convirtiendo en esperanza, que se va transformando en posibilidad y que, finalmente, se vuelve realidad.
Y es aquí, cuando el anhelo se convierte en realidad cuando la satisfacción misma obtenida sólo por ese minúsculo cambio, da pie a una felicidad que dura algo más que un pellizco de sueño y en el que poder orgullecernos de por vida.
Resultado de imagen de suspiroSi al final no queda en nada, al menos aquel anhelo se abrá evaporado, seguramente para dar paso a otros, que acunaremos de igual manera hasta que nos decidamos a no dormir nuevamente.
¿Cuánto tiempo más dejaremos que el anhelo invada nuestra alma....?
Porque mientras el anhelo perdura, la vida pasa...

miércoles, 15 de abril de 2015

La piedra de oro

Cuando Sofía encontró la piedra de oro no supo qué hacer con ella, así que pensó que a su pez le gustaría tenerla en su pecera.
El pez pasaba horas y horas mirando la piedra de oro tan bonita, reluciente, al lado del falso coral , daba esplendor al pequeño microcosmos acuático.
Sin embargo, el gato hurgando con sus zarpas para coger su presa, sacó por error agua y dando tumbos la piedra cae hasta el balcón y se queda al lado de las hortensias.
Las hortensias quedan prendadas de inmediato por tanta belleza e incluso prefieren mirarla a ella que al propio Sol y, eso, no estaba bien.
Una urraca que pasó por allí, se cegó con el brillo de la piedra y bajo en picado recogiéndola y llevándosela a su nido. En menos de un día fue la admiración de todas sus compañeras y, hasta su nido acudían todas las urracas a contemplarla. Tantas eran las visitas que la pobre urraca no podía salir del nido, siempre pendiente de la piedra de oro.
Tan cansada estaba una noche de proteger su preciado tesoro que se durmió como un tronco. 
Una pequeña ardilla que volvía a su casa vio en la piedra una nuez dorada y se la llevó consigo. No podía dejar de pensar en qué sabor tendría puesto que tan bella por fuera tendría que ser deliciosa por dentro.
Resultado de imagen de piedra de oroJugando con ella se cayó del árbol y fue rodando y rodando hasta la acera.
Cuando Sofía encontró la piedra de oro no supo qué hacer con ella pero lo que sí vió de inmediato es lo afortunada que era por no parar de encontrarse piedras de oro.

martes, 14 de abril de 2015

BABALÁ

En su ascensión por la montaña Babalá, el joven llevaba una gran cesta atada a la espalda. Cada diez pasos, paraba, recogía la piedra que más cerca tuviera y la echaba en aquella cesta.
Los lugareños hablaban de Babalá como el pico más alto del mundo y aunque era más que probable que no fuera cierto, sí que lo era que se trataba del más elevado de todo el mundo que ellos conocían.
Nadie se había fijado demasiado en el joven de la cesta y eso era porque no llamaba demasiado la atención. Sus facciones eran parecidas a las del resto de ellos y parecía estar ocupado con lo que no molestaba a nadie.
Pero en el tercer día de ascensión, un pastor que estaba con sus cabras descansando en un risco de Babalá, lo vio llegar. Lentamente, con la cabeza gacha, el joven ascendía, a ratos ayudándose con las manos y, cada diez pasos paraba y lanzaba algo a la cesta de su espalda. El pastor pensó que recogía caracoles o grillos o cualquier cosa para comer pero luego se fijó que eran piedras las que lanzaba. 
Intrigado, siguió observándolo hasta que el Sol se escondió detrás de Babalá y vio al joven sentarse a dormir con la cesta aún cargada a las espaldas.
El pastor relató a sus vecinos lo que había visto durante el día en la montaña.
Nadie sabía quién era aquel joven, nadie sabía qué hacía allí y por qué cogía piedras.
Al día siguiente, unos cuantos hombres del pueblo fueron con el pastor. El joven ya había comenzado su camino y, cada diez pasos, lanzaba una piedra a su cesta.
Uno de ellos, se le acercó y le preguntó qué hacía.
-Caminar- dijo el joven.
-Y, ¿por qué quieres las piedras?- insistió el hombre.
-Para caminar.
El hombre volvió con los otros y, por más que luego más hombres fueron a preguntarle qué hacía al joven, nunca consiguieron otra respuesta que ella.
Al cabo de unos días, ya nadie le daba demasiada importancia a aquel joven así que le dejaron hacer lo que fuera que estuviera haciendo.
El hombre seguía echando piedras en su cesta y subiendo Babalá. Un día y otro y otro. Las semanas corrían y el ascenso cada vez era más complicado, pero el hombre seguía y seguía caminando.
De vez en cuando, alguien de la aldea aún subía para ver si era verdad que un hombre subía la montaña con la espalda cargada de piedras y, volvía con los ojos bien abiertos confirmando la historia.
Babalá ya conocía al viejo, era ya mucho tiempo y uno formaba parte del otro.
El día que el viejo llegó a la cima con la cesta rebosante de piedras Babalá le dijo.
- Por fin has llegado.
- Y, ahora qué- balbuceó el anciano.
-Quítate la cesta y ya estarás listo para partir.
Y asi lo hizo el anciano y así pudo por fin, descansar.

lunes, 13 de abril de 2015

Guisante

Cuando nació era tan pequeña y redonda que sus padres no pudieron evitar ponerle Guisante. Eso sí, conforme crecía su hermosura y simpatía compensaban con creces su menudo tamaño.
Y tanto era así, que todos en el pueblo la querían y mimaban como si de un regalo divino se tratara.
Y eso, claro, despertó los celos de Minuska, la princesa del reino, puesto que hasta sus oidos llegaban las historias de aquella niñita tan bonita y espabilada que llenaba de amor a todo aquel que la veía.
Minuska, aunque también era bella, tenía el aire despiadado y altivo de aquellos que nacen con todo hecho. De manera que, aunque se esforzaba por ser simpática con todos, no podía dejar de menospreciar a aquellos que no eran como ella. Y es que, cómo podía una simple criada o un mozo de cuadra compararse a alguien con sangre real. No, por supuesto. Así que Minuska los trataba con desdén y así muy pronto se ganó el sobrenombre de la princesa engreída.
Imaginaos lo que significó para Minuska el saber que el pueblo la llamaba así mientras que eran todo piropos y gentiles palabras hacia aquella pueblerina llamada Guisante.  Inaceptable. Totalmente, inaceptable.
Minuska fue a ver a su padre, el rey, y con pretendidas lágrimas en los ojos le pidió encarcelar a aquella niñita que tanto le chirriaba.
-Pero, ¿qué delito ha cometido?-preguntó el monarca a su hija.
-¿Y qué importa eso?- contestó Minuska- ¿No te hes suficiente con que tu pueblo ame más a esa niña que a su propia princesa?¿qué pasará cuando yo sea reina?Nadie me hará caso e incluso preferirían ser mandados por esa pueblerina canija.
Por más que su padre quiso restarle importancia al asunto, Minuska no hacía más que insistir al pobre hombre, día tras día, hasta que, al final, agotado, mandó encarcelar a Guisante para dejar de escuchar los ruegos de su hija.
El día que los soldados, con el corazón deshecho, apresaron a Guisante, todos en el pueblo se dirigieron a palacio para saber qué delito había cometido la buena niña que mereciera ese castigo.
Los apenados padres iban los primeros en cabeza y, por más que pidieron audiencia ante el soberano eran rechazados una y otra vez, con el único mensaje de que el rey tenía buenas razones para encarcelar a Guisante.
Mientras, la dulce niña, estaba en su oscura celda sin saber muy bien el por qué. Sin embargo, lejos de entristecer aceptó su destino y pensó que algo le querría enseñar el buen Dios al ponerla en aquella situación. Pronto se hizo amiga de las ratas que poblaban la cárcel y cada vez había más ruiseñores que cantaban para ella en la diminuta ventana de rejas para animar la noche.
En menos de una semana, también todos los carceleros se hallaban muertos de amor por Guisante, tanto que al verla allí se pasaban las horas llorando por su destino.
Minuska, que tanto había disfrutado con la encarcelación de Guisante, había intentado mostrarse algo más amable con sus lacayos para que, olvidaran a la niña y volcaran su devoción por ella. En vez de pegarles dos patadas cuando la sopa quemaba demasiado, tan sólo les daba una, y no muy fuerte. En vez de chillar si su aya le estiraba los cabellos cuando le peinaba ahora sólo le escupía en la cara de forma silenciosa y nada estridente.
Minuska se estaba esforzando, muchísimo.
Sin embargo, a las pocas semanas escuchó a sus doncellas hablar de Guisante, y de cómo todo el pueblo la amaba aún más si cabe y de cómo estaban planeando sacarla a la fuerza de prisión rebelándose contra todo palacio.
Minuska no salía de su asombro. Con todo lo que había hecho ella por aquella gente. Cómo era posible que aún quisieran a aquella mendiga que no era nadie ni podría hacer nunca nada por ellos.
Sin saber qué hacer, la princesa salió una noche a hurtadillas de palacio para ir a ver a una vieja bruja que habitaba en los confines del bosque real. Todos temían a aquella mujer porque era poderosa y porque era conocedora de todas las verdades del universo.
Minuska fue allí para saber cómo hacer que los corazones de las gentes la quisieran a ella como querían a la tonta pueblerina.
Al llegar a la vieja cabaña, la puerta se abrió y una voz quebrada la invitó a pasar.
Dentro, un amasijo de arrugas y velos negros estaba sentada al lado de la lumbre fumando una larga pipa.
-Sé a qué vienes, princesa.
Minuska contuvo las arcadas y se sentó en una silla que le ofreció la anciana.
-Si es así- dijo la princesa- dime qué puedo hacer para que la gente me quiera. ¿Mando matar a la niña?¿Les azoto para que vean que yo soy más poderosa que ella?¿Arraso el pueblo por una banda de mercenarios y luego les hago creer que yo los he salvado? Dime vieja, ¿qué funcionará para que dejen de amar a Guisante?
Tras una pausa de tres caladas a la pipa, la anciana miró a la princesa y le dijo:
-Para conseguir el amor de tu pueblo sólo te has molestado en competir con lo que tú crees que les está robando el amor hacía ti. Pero debes saber niña que el amor nunca se divide, sino se multiplica, así que el pueblo tendría suficiente amor para quererte a ti, a Guisante y a cien niñas más. Pero nunca conseguirás amor si tú no lo das a cambio. Nadie recibe nada que no de antes.
-Pero a mi me han de querer porque yo soy su princesa- saltó Minuska roja de furia- No tengo que competir con una pueblerina enana y atontada. Yo tengo sangre real y no tengo que dar nada que no quiera y todos me tendrían que adorar puesto que soy la que mando, la princesa, la reina...
Y Minuska siguió chillando, exaltada por el atrevimiento de la anciana, tanto y tanto tiempo que primero acabó afónica y exhausta, luego la ira le empezó a quemar las manos, los pies y la cara y, finalmente, fue tanto su odio que...explotó.
Nadie supo nunca qué fue de la princesa Minuska, pero lo que tal vez pasó, que eso yo ya no lo sé, es que el pobre rey quedara triste por la pérdida de su hija y heredera y que intentara sobreponerse con la bondad y el amor recibido por la buena niña Guisante, la que, tal vez, una vez muerto el rey, heredara su reino.

sábado, 11 de abril de 2015

La Vie en Rose

Lucía llevaba diez años de búsqueda. 
Un día, lo dejó todo y a todos y salió a buscar la verdad, contestar la única pregunta de la que merecía la pena conocer la respuesta.
Durante aquella década viajó a los principales países donde las leyendas proclamaban estar la cuna de los principales enigmas de la humanidad. Desde oriente hasta occidente, cada país, cada pueblo, cada aldea. Allí donde las gentes le indicaban que podía haber un sabio, una matriarca, una revelación, allí se dirigía Lucía.
Y durante diez años no perdió la esperanza ni una sola vez. 
Algo en lo más interno de su ser sabía que en algún momento le sería revelado el secreto, la pregunta, la verdad que ella más anhelaba y por la cual merecería o no la pena seguir transitando por este mundo.
No pocos la tildaron de loca, inconsciente, ingenua o, sencillamente tonta. Pero ella se dejaba guiar por su instinto, por su periplo alrededor de las gentes en busca de su panacea.
¿Y qué era la vida sino la búsqueda del amor verdadero? Del alma afín, del compañero de camino con el que transitar juntos por los senderos tortuosos del destino.
Pero, cómo encontrarlo, cómo saber si quiera que era verdad.
Lucía no pudo aguantar más la incertidumbre. ¿Dónde residía el amor verdadero? ¿Cómo encontrar a su alma gemela?¿Cómo reconocerlo si pasaba a su lado?
Estas eran las preguntas que Lucía realizaba a hombres y mujeres considerados sabios y sabias y, cada uno de ellos le dió una respuesta diferente, un camino a seguir, una religión, unas enseñanzas, métodos, doctrinas, respiraciones, visualizaciones... y todos ellos creían estar en la verdad absoluta.
Y todos ellos no fueron lo que Lucía esperaba. Así que continuaba su viaje, su vaivén a lo largo y ancho de este mundo.
Sin embargo, la esperanza se fue desgastando con cada paso al caminar. El anhelo fue dando paso a la desazón. La certeza al agotamiento.
Y un día, Lucía dejó de buscar.
Se sentó en la piedra de un camino y allí permaneció más tiempo del que luego recordaría. 
Sabía que la búsqueda había llegado a su fin y, después de todo, sólo quedaba ella, agotada y descorazonada.
Cuando ya caía la noche, Lucía notó que alguien se acercaba y se sentaba a su lado. Miró ligeramente y se sorprendió a ver a un muchacho de corta edad que le miraba con grandes ojos oscuros.
      -¿Te has perdido?-preguntó el chico
      -Sí- suspiró Lucía.
    -Yo te ayudaré- y diciendo esto metió la mano debajo de su camisa y sacó un pequeño paquete atado con cuerda. Sin decir nada más, dejó el bulto en el regazo de Lucía y se marchó.
Lucía vió cómo se alejaba pero el chico no regresó en toda la noche.
Al amanecer, abrió los ojos y decidió continuar su viaje de regreso.
Después de varias semanas regresó a su casa que había abandonado hacía tantos años.
Tal como entró se sentó en su sillón y miró por la ventana.
Ya, se dijo, no hay más. Ya está. No hay amor.
Entonces, algo se deslizó desde su mochila. Era el pequeño paquete que le dió el muchacho.
 Lucía lo cogió entre sus manos, las cuerdas intactas y lo abrió.
 Su reflejo le devolvió la mirada desde un pequeño espejo con marco de madera.
       Y entonces, Lucía supo que su viaje por fin había obtenido respuesta.
       Sí hay amor. Tanto como el que hay en cada uno de nosotros hacia nosotros mismos. Esa fue la respuesta de Lucía en su propia casa, sin esfuerzos, venida desde la inocencia y desde la más pura humildad.

viernes, 10 de abril de 2015

EL GATO FERMÍN

         Érase que se era, un gato, marrón sucio, algo cojo, algo tuerto y con una oreja de menos en la cabeza. No es que hubiera sido así siempre pero es que a  Fermín, que ese era su nombre, le gustaba meterse en cualquier batalla que encontrara.
Si un gato hallaba un pedazo podrido de pescado que llevarse al diente, ahí estaba Fermín para disputárselo, con o sin hambre, eso era lo de menos.
Si otro gato anhelaba los favores de una hembrita predispuesta, ahí se encontraba Fermín, le gustara o no la fémina en cuestión.
El caso era pelear como si esa trifulca decidiera el destino del universo, dándolo todo, con cada fibra, cada músculo, cada pelo de su maltrecho pellejo, cada diente y cada uña de sus zarpas.
Y, por supuesto, casi siempre Fermín salía vencedor. No porque fuera demasiado ducho en las artes bélicas, sino porque cuando un gato así se te presenta delante, todo furia y determinación, palpitando deseo de ganar hasta por las orejas no puedes hacer otra cosa que perder, 
Fermín vivía con una anciana, como el noventa y nueve por ciento de los gatos. La viejita en cuestión habitaba una casita en medio del bosque. De vez en cuando hasta ella se acercaba alguien del pueblo para visitarla y pedirle algunas hierbas, algún ungüento o alguna pócima para el mal de amores.
La ancianita llevaba una vida plácida y sin complicaciones y, la mayor parte del día se lo pasaba sentada en su butaca haciendo media y canturreando alguna tonilla a media voz.
Por las noches, antes de salir a sus paseos nocturnos, Fermín pasaba un rato encima de sus faldas ronroneando mientras que la vieja le rascaba por detrás de su única oreja como si de un acuerdo lícito se tratara. Después le ponía un platito de leche cerca de la lumbre y le abría una pequeña rendija en la puerta.
-Ale, ves gatito ves a pelear la noche.
Y con eso Fermín salía a buscar sus batallas.

Un alba que Fermín volvía a casa sintió algo diferente en el ambiente. En seguida sus pelos se irizaron y su única oreja se fue hacia atrás.
La puerta estaba abierta, los muebles caídos, la media tirada por el suelo y la lumbre apagada.
Resistiéndose al placer de jugar con el ovillo merino Fermín también notó la ausencia de la anciana.
Algo había ocurrido, algo no estaba bien y, con un poco de suerte ese algo se tendría que solucionar con una batalla.
Fermín sonrió de la única manera que los gatos saben hacer y salió de la casa.
Tras recorrer el bosque, comer un pequeño ratón medio adormilado y pelearse con una ardilla por una nuez que ni muerto se hubiera comido, Fermín llegó al pueblo.
Su oreja buscó y encontró más voces de las normales en la plaza. Allí los humanos se amontonaban unos con otros.
Un par de perros también saltaban y curioseaban por allí, pero ante la sola presencia de Fermín metieron sus rabos entre lo más profundo de sus patas y se fueron de allí.

Contorsionándose grácilmente entre la gente y lanzando de vez en cuando un mordisco en algún tobillo llegó a la plaza.
Allí habían colocado un gran centro con ramas de árboles alrededor de un tronco de pino izado en medio y, atada a él, estaba la anciana.

El gato valoró si la vieja estaba allí por placer o no. Con tantas cosas raras que hacían los humanos uno tenía que estar seguro antes de llegar a cualquier conclusión.
Se acercó por detrás y aspiró el aire que envolvía a la mujer. Miedo, ira y rencor.Mmmmm, cuántas veces había olido Fermín esa mezcla en los oponentes vencidos de sus batallas.

Entonces, desde el otro lado un hombre gordo y lleno de sudor empezó a hablar en voz alta.
Los humanos hablaban demasiado para el gusto de Fermín. Era mucho más fácil actuar. Al menos así sabías rápido si ganabas o perdías la batalla.
Entonces, un segundo hombre se acercó a los troncos que rodeaban a la anciana y les prendió fuego.
El resto del gentío empezó a gritar y aplaudir.
Fermín olió en la mujer la convicción que uno tiene cuando sabe que va a morir.
Y, en ese instante, algo también se encendió en Fermín. Su temida determinación.
Si la anciana moría, quién le pondría leche por las noches, quién le rascaría su oreja, quién le animaría a salir a batallar.
De dos saltos el gato subió hasta los pies de la anciana. Esta bajó la cabeza y al verle, con una sonrisa en sus labios le dijo:

-Ale, ves gatito ves a pelear la noche.
Lo que sucedió a continuación tuvo tantas versiones a lo largo de los años que la gente ya no sabía si aquello sucedió o no en realidad.
El caso es que cuando un gato tiene determinación, no hay nada que le impida hacer lo que quiere y mucho menos si ese gato era Fermín.
Aquella misma noche, la noche en que todos y cada uno de los habitantes del pueblo conoció la Determinación de Fermín, la anciana volvió a subirlo a sus faldas, volvió a rascarle su única oreja, le puso su platito de leche y volvió a abrirle la rendija de su puerta ofreciendo al felino la noche.