Cuando nació era tan pequeña y redonda que sus padres no pudieron evitar ponerle Guisante. Eso sí, conforme crecía su hermosura y simpatía compensaban con creces su menudo tamaño.
Y tanto era así, que todos en el pueblo la querían y mimaban como si de un regalo divino se tratara.
Y eso, claro, despertó los celos de Minuska, la princesa del reino, puesto que hasta sus oidos llegaban las historias de aquella niñita tan bonita y espabilada que llenaba de amor a todo aquel que la veía.
Minuska, aunque también era bella, tenía el aire despiadado y altivo de aquellos que nacen con todo hecho. De manera que, aunque se esforzaba por ser simpática con todos, no podía dejar de menospreciar a aquellos que no eran como ella. Y es que, cómo podía una simple criada o un mozo de cuadra compararse a alguien con sangre real. No, por supuesto. Así que Minuska los trataba con desdén y así muy pronto se ganó el sobrenombre de la princesa engreída.
Imaginaos lo que significó para Minuska el saber que el pueblo la llamaba así mientras que eran todo piropos y gentiles palabras hacia aquella pueblerina llamada Guisante. Inaceptable. Totalmente, inaceptable.
Minuska fue a ver a su padre, el rey, y con pretendidas lágrimas en los ojos le pidió encarcelar a aquella niñita que tanto le chirriaba.
-Pero, ¿qué delito ha cometido?-preguntó el monarca a su hija.
-¿Y qué importa eso?- contestó Minuska- ¿No te hes suficiente con que tu pueblo ame más a esa niña que a su propia princesa?¿qué pasará cuando yo sea reina?Nadie me hará caso e incluso preferirían ser mandados por esa pueblerina canija.
Por más que su padre quiso restarle importancia al asunto, Minuska no hacía más que insistir al pobre hombre, día tras día, hasta que, al final, agotado, mandó encarcelar a Guisante para dejar de escuchar los ruegos de su hija.
El día que los soldados, con el corazón deshecho, apresaron a Guisante, todos en el pueblo se dirigieron a palacio para saber qué delito había cometido la buena niña que mereciera ese castigo.
Los apenados padres iban los primeros en cabeza y, por más que pidieron audiencia ante el soberano eran rechazados una y otra vez, con el único mensaje de que el rey tenía buenas razones para encarcelar a Guisante.
Mientras, la dulce niña, estaba en su oscura celda sin saber muy bien el por qué. Sin embargo, lejos de entristecer aceptó su destino y pensó que algo le querría enseñar el buen Dios al ponerla en aquella situación. Pronto se hizo amiga de las ratas que poblaban la cárcel y cada vez había más ruiseñores que cantaban para ella en la diminuta ventana de rejas para animar la noche.
En menos de una semana, también todos los carceleros se hallaban muertos de amor por Guisante, tanto que al verla allí se pasaban las horas llorando por su destino.
Minuska, que tanto había disfrutado con la encarcelación de Guisante, había intentado mostrarse algo más amable con sus lacayos para que, olvidaran a la niña y volcaran su devoción por ella. En vez de pegarles dos patadas cuando la sopa quemaba demasiado, tan sólo les daba una, y no muy fuerte. En vez de chillar si su aya le estiraba los cabellos cuando le peinaba ahora sólo le escupía en la cara de forma silenciosa y nada estridente.
Minuska se estaba esforzando, muchísimo.
Sin embargo, a las pocas semanas escuchó a sus doncellas hablar de Guisante, y de cómo todo el pueblo la amaba aún más si cabe y de cómo estaban planeando sacarla a la fuerza de prisión rebelándose contra todo palacio.
Minuska no salía de su asombro. Con todo lo que había hecho ella por aquella gente. Cómo era posible que aún quisieran a aquella mendiga que no era nadie ni podría hacer nunca nada por ellos.
Sin saber qué hacer, la princesa salió una noche a hurtadillas de palacio para ir a ver a una vieja bruja que habitaba en los confines del bosque real. Todos temían a aquella mujer porque era poderosa y porque era conocedora de todas las verdades del universo.
Minuska fue allí para saber cómo hacer que los corazones de las gentes la quisieran a ella como querían a la tonta pueblerina.
Al llegar a la vieja cabaña, la puerta se abrió y una voz quebrada la invitó a pasar.
Dentro, un amasijo de arrugas y velos negros estaba sentada al lado de la lumbre fumando una larga pipa.
-Sé a qué vienes, princesa.
Minuska contuvo las arcadas y se sentó en una silla que le ofreció la anciana.
-Si es así- dijo la princesa- dime qué puedo hacer para que la gente me quiera. ¿Mando matar a la niña?¿Les azoto para que vean que yo soy más poderosa que ella?¿Arraso el pueblo por una banda de mercenarios y luego les hago creer que yo los he salvado? Dime vieja, ¿qué funcionará para que dejen de amar a Guisante?
Tras una pausa de tres caladas a la pipa, la anciana miró a la princesa y le dijo:
-Para conseguir el amor de tu pueblo sólo te has molestado en competir con lo que tú crees que les está robando el amor hacía ti. Pero debes saber niña que el amor nunca se divide, sino se multiplica, así que el pueblo tendría suficiente amor para quererte a ti, a Guisante y a cien niñas más. Pero nunca conseguirás amor si tú no lo das a cambio. Nadie recibe nada que no de antes.
-Pero a mi me han de querer porque yo soy su princesa- saltó Minuska roja de furia- No tengo que competir con una pueblerina enana y atontada. Yo tengo sangre real y no tengo que dar nada que no quiera y todos me tendrían que adorar puesto que soy la que mando, la princesa, la reina...
Y Minuska siguió chillando, exaltada por el atrevimiento de la anciana, tanto y tanto tiempo que primero acabó afónica y exhausta, luego la ira le empezó a quemar las manos, los pies y la cara y, finalmente, fue tanto su odio que...explotó.
Nadie supo nunca qué fue de la princesa Minuska, pero lo que tal vez pasó, que eso yo ya no lo sé, es que el pobre rey quedara triste por la pérdida de su hija y heredera y que intentara sobreponerse con la bondad y el amor recibido por la buena niña Guisante, la que, tal vez, una vez muerto el rey, heredara su reino.